Cambra de tardor
Ferrater, Gabriel, «Cambra de la tardor», Les dones i els dies, Barcelona, Edicions 62 («MOLC», 21), 1979, p. 57; Les dones i els dies, edició definitiva, Barcelona, Edicions 62 («la butxaca»), 2017, p. 73; Les dones i els dies, edició crítica de Jordi Cornudella, Barcelona, Edicions 62, 2018, p. 79.
La poesía es un lugar, situado entre la vigilia y el sueño, en el que los amantes tienen el tiempo y la disposición para contar todas las cosas del mundo. Como en el juego infantil del veo-veo, lo que se juega en el amor es el mundo. La voz del poema «Cambra de la tardor» lo sabe: los treinta y siete horizontes delgados y rectos que dejan entrar la luz de la ventana, y al tiempo protegen a los amantes incluso de sí mismos, hablan de la necesidad de abrazar lo concreto de la que surge todo deseo digno de ese nombre.
En otras palabras: ¿cómo es posible que ya de madrugada, tras el cansancio propio del amor físico, el hablante haya podido concentrarse y contar? Lo hace porque la poesía sabe, de un modo bien profundo, que estar concentrado y estar abstraído son dos dimensiones de la misma cosa. El número, que es además la edad que tenía el autor en el momento de escritura del poema, no habría podido ser ningún otro; cualquier otro número compondría otro amor. Y, al mismo tiempo, ese treinta y siete resulta ser igual de contingente que el cuarto que da el título al poema: si alguien pregunta a otra persona si recordará algo, es porque sabe que acaso nunca volverá a verlo.
Sin embargo, por más que la vida está hecha de pérdidas, este número y este cuarto nos hablan de una potencia de la poesía y del afecto: reconocer que aquello que creíamos inanimado puede vibrar en una frecuencia semejante a la de nuestro cuerpo. «Transforma-se o amador na coisa amada / por virtude do muito imaginar», había escrito el portugués Camões hace casi cinco siglos. En virtud de la mirada imaginativa las cosas devienen sujetos, pero también nosotros (juguetes en manos de quienes nos aman) podemos devenir cosas. Y es así como recordar una habitación a menudo equivale a recordar a una persona, igual que en «Il cielo en una stanza» de Gino Paoli, popularizada en los años sesenta por la cantante italiana Mina.
Más que banda sonora de la escena, la canción italiana podría ser un eco de este poema, bajo la condición de que los treinta y siete horizontes no hubiesen sido leopardianamente reemplazados en aquella por la sed de infinito: «Quando sei qui con me / questa stanza non ha più pareti ma alberi / alberi infiniti». Y lo que es todavía más importante, si las voces de los obreros no sonasen donde en la canción italiana suena una armónica que al amante le parece un órgano. Porque, en Gino Paoli, lo relevante parece ser la sacralidad del erotismo y la sensación de aislamiento del mundo: «come se non ci fosse più niente, / più niente al mondo». Pero el mundo, en toda su rotundidad material, es lo apenas filtrado por la ventana en el cuarto de Gabriel Ferrater.
Por todas estas razones, y porque la vida siempre da comienzo en el cuerpo del otro, el juego de voces constituye la arquitectura íntima de «Cambra de la tardor». Esta centralidad de la voz contribuye a remachar su carácter de alba, pero también a distanciar el ejemplar del género, al menos en su versión peninsular. En las pocas albas gallegas conservadas, la amada se dirige al amante («Levad’, amigo, que dormides as manhãas frias», de Nuno Fernandes Torneol), el amante observa a la amada sin interpelarla («Levantouse a belida», del Rey Don Denís) o la madre recrimina a la hija el haber llegado tarde a casa («Digades, filha, mya filha velida», de Pero Meogo). Aquí, en cambio, lo esencial es el deseo que el hablante tiene de compartir un mundo transformado por el cuerpo junto al que yace. «Mira», le dice, ya en el tercer verso, hasta desembocar en el diálogo directo que constituye el corazón geométrico del poema:
Digues, te’n recordaràs
d’aquesta cambra
«Me l’estimo molt.
Aquelles veus d’obrers –Què són?»,
Paletes:
manca una casa a la mançana.
«Canten,
i avui no els sento. Criden, riuen,
i avui que callen em fa estrany». (v. 10-15
Lo esencial es que esas voces no se oyen igual que en otros días. Los obreros de Ferrater, cómplices de los amantes, vendrían a encarnar al guaita de las albas provenzales. Pero hoy los centinelas, que solían reír, gritar y cantar, están callados. Es así como «Cambra de la tardor» consigue hablar sobre el carácter cíclico de la vida, desafiado una y otra vez por el carácter irrepetible de cada encuentro. El cuerpo que ha sido amado pertenece al sol y a la luna no solo porque el tiempo del poema sea una transición entre la noche y el día y entre el verano y el otoño, sino porque la poesía es una tentativa de fijar el instante, más lúcida y hermosa en la medida en la que comprende y hace explícita la impotencia de su labor.
Ese afán de compartir lo que vemos, aunque lo sepamos fugaz, forma parte del misterioso proceso del enamoramiento, que en el mejor de los casos es, además, una proyección de nuestro amor al mundo. Sin embargo, la apariencia dialógica del poema no debería llevar a engaño. Más allá de ese encuentro que ha dado lugar al reparto de las voces, el hablante, correlato indisimulado del poeta, es quien lleva la parte del león. Lo sabemos porque, como en «A l’inrevés», juega constantemente a decir lo que no dice y a no decir lo que dice. «Sense enyor», leemos en un texto que es pura añoranza, «se’ns va morint la llum» (v. 5-6), para referir el instante en el que está a punto de nacer, que es el modo en que el poeta nos enseña que la verdadera luz nace de los cuerpos. «Però el cor els oblida» (v. 5) y el propio poema es el recuerdo. Tal vez una de las enseñanzas de Gabriel Ferrater sea esta: la literatura va mucho más allá de lo que se dice, y a menudo es su contrario. El poeta sabe que las palabras son reversibles, que tienen un adentro y un afuera, y su oficio consiste en poder darles la vuelta.
«Cambra de la tardor» es, en consecuencia, un poema sobre la relación incierta entre el exterior y el interior: «La persiana, no del tot tancada […] / no ens separa de l’aire». (v. 1 i 3) Es un poema sobre la membrana, contable y sutil (treinta y siete horizontes), que hace que esa relación pueda ser entendida y habitada. La persiana está no del todo cerrada, lo que equivale a decir que no está del todo abierta. Seamos optimistas o pesimistas, lo que sabe quien lee es que más tarde o más temprano alguien tendrá que subirla con espanto –la certera palabra con la que José Agustín Goytisolo decidió traducir «esglai»–, pues para que un instante dure para siempre, al menos en nuestra memoria, tiene que ser finito para el mundo. Y a esa paradoja a menudo los poetas le dan, entre otros nombres, el del amor.
María do Cebreiro
Poeta i professora (USantiago de Compostel·la)
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